El atentando que dió vida a la muerte

El atentado que dio vida a la muerte, por Janan Nudel*
* Carta de Janán Nudel a Leonardo Senkman docente de la Universidad Hebrea de Jerusalem, en octubre de 1994.

Pasaron tres meses desde el episodio que nos conmueve hasta hoy.

Escuchar los progresos que árabes e israelíes lograban en el proceso de paz nos confortaba, y escuchar las dificultades que ambos interponían nos preocupaba.

En otro escenario ambas delegaciones en una gran carpa avanzaban en la negociación a punto de firmar el final del estado de guerra entre Israel y Jordania.

Como una expresión de deseo o desde un planteo realista estábamos convencidos de que la paz sería firmada y el proceso irreversible.

El resto se resolvería con los tiempos: los recuerdos, el odio, el miedo, lo creíble y lo no creíble, las certezas de nuevos atentados, el darles todo a cambio de nada, o como decían los palestinos: el no tener nada para darnos porque les habíamos quitado todo.

En una Israel floreciente, -que alarmó a más de una de las comunidades judías planteándose si debía seguir aportando a un hermano que ya no era pobre- nosotros, contentos y sonrientes pensando en una paz posible, nos enteramos de que los fundamentalistas habían estado tan adentro que estallaron nuestra esencialidad, la AMIA. En el atentado que la destruyó ella cobró vida.

La bomba explotó en mi cabeza en el nombre de las víctimas. Imaginaba a los familiares buscando a los suyos. Los amigos buscando a sus amigos. Los compañeros buscando compañeros. Jóvenes, mayores, judíos y no judíos buscando cuerpos.

Imágenes acompañadas de gemidos, de llantos, de gritos o de silencios. El horror del silencio. Una pregunta que ya no tendrá respuesta y una caricia que ya no tendrá reciprocidad.

Manos, voces y otros silencios que escuchaban dolores. Preguntas sin destinatario: ¿Por qué? ¿Qué hicimos?

Un nuevo escenario recorría la televisión israelí. Estábamos en Israel, lejos de la bomba, en un encuentro por la paz.

Me sorprendí al no poder reconocer el lugar. ¡Tanta era la destrucción!

Trabajé en AMIA más de doce años. Parte de esos años los habíamos compartido; vos en Cultura y yo en Juventud. Fue la época de las tnuot, de los jativot, de los centros juveniles, de los grupos universitarios. Yo circulaba por todos los lugares donde había juventud, mientras vos armabas antologías de pensadores judíos. Teníamos ideales.

No podemos perderlos. Nos perdemos en el acto de perderlos. Sin ideales no tiene sentido que sigamos siendo un pueblo.

Nos desencuentra en el presente, nos desarma el futuro y nos estaciona en el pasado.

Fuiste vos Leo, el que nos pidió que nos quedásemos después de la clase porque tenías algo importante para decirnos.

Cuando le pusiste palabras, nos sumimos en un estupor que nos impulsó a comunicarnos con Buenos Aires. Todos contaban el dolor, la destrucción y la angustia, pero cada uno escuchó la voz del que
esperaba.

Pendientes de las listas, hablábamos entre nosotros; las clases siguieron y el tema de AMIA apareció en todos ellas.

Un judaísmo adormecido en mí, resurgió virulento, obligándome a volver para participar. No sabía cómo, pero debía estar.

El ¿si no yo?, ¿quién? me volvía como una sentencia.

Estábamos en Israel. Nuestro compromiso era saber sobre la paz.

¿Por qué tuve necesidad de volver para ayudar, cuando otros podían hacerlo?

Entendí que mi presunta solidaridad intentaba apropiarse del dolor de las víctimas. Yo no era una víctima. Estaba en otro lugar.

Pude haber estado allí; pero lo real es que no estaba y por lo tanto no era ni una víctima ni un sobreviviente.

Una solidaridad que intenta apropiarse del dolor de las víctimas, es otro atentado. La solidaridad acompaña el dolor, no se apropia de él.

Tanta desgracia que vivimos como pueblo nos marcó la posición de haber muerto, de no haber muerto y la angustia de habernos salvado.

¡Que caótico! angustiarse por haberse salvado, y convencerse de que la solidaridad está en ser una víctima más.

Mi vuelta me convertiría un poco en víctima, ya que había desplegado lo peor de mí: el martirio.

No habíamos hecho nada. Nadie había hecho nada. Qué fácil resultó para los fundamentalistas hacer la gloria, mientras nosotros no habíamos hecho nada.

Se necesitaba tan sólo santificar la muerte, para hacer la gloria y se necesitaba tan sólo no recordar el santificar la vida, para no haber hecho nada.

Toda nuestra educación se sostiene sobre el no olvidar pero no se ocupa de recordar. Olvidamos lo que tenemos que recordar y recordamos lo que tenemos que olvidar.

Leo: me parece que nuestro “no olvidar” está hecho para la venganza, en tanto que el recordar permite que la historia no se repita. El no olvidar sostiene la resignación y el recordar sostiene la vida.

¿No te parece que es distinto recordar nuestras raíces, que no olvidarlas?

Recordar es un proyecto de amor, no olvidar es perpetuar una venganza.

Nuestra educación judía deshace lo judío de nuestra educación.

Mientras nuestra misión sea no olvidar en lugar de recordar, seremos todos víctimas como testimonio viviente de nuestro deseo de vengarnos.

No éramos una comunidad antes del atentado, intentamos serlo durante el atentado y volvimos a no ser a sólo tres meses del atentado.

No olvidar es la guerra permanente, recordar hace posible la paz.

Si Israel es un Estado Judío para no olvidar lo que nos hicieron, viviremos no olvidando lo que nos hacen.

Si se creó para recordar lo que no pudimos hacer por no tenerla, vamos a valorar lo que hacemos.
Toda mi infancia transcurrió esperando noticias de Europa.

Éramos una típica familia judía polaca de los que unos pocos habían salido de Polonia y muchos otros se quedaron. Todos los que se quedaron murieron. Mis padres, familiares, y los amigos de mis padres se convirtieron en sobrevivientes.

Para mi mamá, hasta que vivió en Israel, la felicidad estaba prohibida.

No olvidaba una pregunta de su madre, con la que me transmitió todo el peso del desarraigo: ¿y quién te va a tapar cuando ya no estés aquí?

Recordar a la madre sería haberle contestado: Yo. No olvidarla, fue vivir destapada.

Están los que murieron y los que estamos vivos. Porque los que sobrevivieron dejaron de ser sobrevivientes en el acto mismo de haber sobrevivido.

Sobrevivir no es una condición para vivir la vida, es una condición para no vivirla.

Aprender a vivir debe ser el trabajo de todo sobreviviente, y el nuestro acompañarlo.

El orgullo de haber seriado lo que sucedió en AMIA con el holocausto me parece aterrador.
El Holocausto ocurrió porque no teníamos a Israel, el atentado en la Embajada y luego en AMIA, se dieron porque sí lo teníamos.

El Holocausto ocurrió porque no teníamos destino, el atentado en la Embajada y luego en AMIA se dieron porque sí lo tenemos.

Seriar los atentados con el Holocausto es desconocer que el conflicto en Medio Oriente nos involucra.

Convertirnos en un pueblo de víctimas nos permite desconocer a la víctima y nos lleva a desplegar lo peor y no lo mejor de cada uno.

¿Te imaginas de lo que cada uno es capaz de hacer en el esfuerzo por considerarse una víctima?

¿Pensaste en lo despótico que puede tornarse un líder para sentirse además una víctima?

Utilizar la muerte como emblema es fundamentalista; ese es nuestro enemigo real, y sin quererlo, un profundo fundamentalismo va horadando cincuenta años de historia desde el nefasto nazismo hasta
hoy, cuando tenemos un país floreciente y podemos disfrutar de una posible elección.

Es obvio que todas las vidas tienen situaciones inherentes a su elección y que es necesario vivir resolviendo.

No es nuevo el intento de obligarnos a compartir ideas, emociones, desgracias y pocas veces las cosas buenas de la vida.

Desde que todos somos sionistas, solidarios, comunitarios, víctimas, sobrevivientes, terminamos sin saber quiénes somos.

Esa enfermedad de convertirnos en víctimas o en sobrevivientes, favorece la impunidad. En nombre de ser sobreviviente cada uno puede oscilar entre la resignación y el despotismo.

Si la solidaridad como experiencia cotidiana no se da en nuestra vida comunitaria, aunque afuera se piense lo contrario, durará exactamente lo que dure el impacto emocional del atentado.

Lejos de unirnos, el atentado profundizará las diferencias.

El que cree que el dinero le da seguridad, buscará cómo hacer más dinero; el que se aleja, terminará de alejarse; el déspota se volverá más despótico; el que busca jerarquía comunitaria para prestigiarse utilizará el atentado para la gloria. El que obstaculizó el crecimiento ahora lo impedirá y el que tuvo miedo de decir, se auto censurará y censurará.

Pero los que siempre actuaron con sinceridad brindando lo mejor de sí, seguirán buscando nuevas opciones para el judaísmo.

El atentado no creará judíos diferentes. Tampoco no judíos diferentes.

Los que son solidarios, fueron solidarios también en AMIA y los que no lo fueron, pensarán que el problema no son los que pusieron la bomba sino la existencia misma de la AMIA.

Pero así como hay muchos no judíos que se plantean lo ocurrido como un golpe que los judíos infligieron a la Argentina, muchos judíos consideran que sufrimos una consecuencia no merecida, de un conflicto de Medio Oriente que se trasladó a Buenos Aires.

¿Se te ocurrió alguna vez, viviendo en Israel que todos los israelíes son sobrevivientes cuando pasan por una experiencia tan dura como el ejército, expuestos a atentados, con víctimas y con guerras
permanentes?. Tal vez sea así, pero no lo puedo imaginar.

Nosotros aun debemos resolver si somos la generación del Holocausto y por lo tanto sobrevivientes, o la generación de la creación del Estado y por lo tanto vivientes, que tenemos víctimas, pero que no somos todos víctimas.

Una vez destruyeron parte de mi casa; sufrí mucho. Pasado un tiempo intenté reconstruirla tal como era y mientras lo hacía, descubrí que yo ya era otro. No la reconstruí, hice algo nuevo.

Y si ahora, en lugar de reconstruir la AMIA ¿la reconstruimos?

Un lugar donde podamos ir, en lugar de otro al que estemos obligados a concurrir. La AMIA de los vivientes; ni el monumento de las víctimas ni la casa de los sobrevivientes, que no excluye un espacio para el recuerdo de las víctimas.

En cuanto a mí en particular, te digo que frente a la muerte de seres queridos uno siempre está solo.

No porque no esté acompañado, sino porque se pone en contacto con lo que no depende de uno además del vacío que sólo la persona querida podía llenar.

A la soledad uno puede acompañarla, al estar solo de aquel que amamos, no.

Y me parece que apropiarse del dolor de los familiares de las víctimas, es deshacer al que sufre de verdad en nombre de ellos.

Somos vivientes con el derecho a reclamar justicia por los muertos y por los que estamos vivos.

Este es el momento de ser firmes sin agregar esta desgracia como una más de la serie. Es otro atentado desconocer que entre el Holocausto y el atentado en AMIA y antes en la Embajada, se creó el Estado de Israel, se crearon instituciones, y aprendimos a ser felices además de haber tenido la libertad de elegir dónde vivir.

Quizás también es el momento de ingresar a la interioridad, saber qué le pasó a cada uno; a qué se comprometió durante los hechos y qué quedó vivo de ese compromiso.

No soy ingenuo como para creer que el atentado inventa nada; puso al descubierto una duda con la que aprendimos a convivir; no saber si quedamos involucrados en un conflicto que nos pertenece o nos involucraron en algo que no tenía que ver con nosotros.

Me parece que es la pregunta que todo judío debe contestarse.

Es probable que nuestros líderes no estuvieran a la altura de las circunstancias. Sin ser jueces, sino simplemente judíos ¿es posible estar a la altura de las circunstancias?

No lo creo. Lo que sí creo es que nuestros líderes no estuvieron a la altura de ninguna circunstancia, sino a su propia altura; la circunstancia es sólo coyuntural. Están solos. Nadie los autoriza y nadie los
desautoriza. Un dirigente convierte a otro dirigente en su objeto, y en ese vínculo, ambos evitan a los que representan.

También creo que quedaron al descubierto muchas verdades y muchas mentiras. ¿Con qué mentiras destruimos nuestras vidas creyendo que nos salvarían?

No es una pregunta que te hago, es una pregunta que me hago.

Me gustaría que también los demás se la formulen.

¿No es otra mentira suponer que el fundamentalismo árabe nos creó el miedo, cuando sólo lo puso al descubierto? No es posible una vida sin miedo pero es posible no hacer del miedo la vida.

Nos instalamos en un lugar de seguridad, pero ¿de dónde provenía esa seguridad? ¿de nosotros o de Israel?

Dos atentados sucesivos nos obliga a repensar nuestra relación con Israel; la vigencia o no vigencia del sionismo, el reflexionar con sinceridad hacia dónde vamos. El atentado no nos dará ninguna
dirección. Es posible que lo que puso al descubierto, nos obligue a pensar.

Soy un hombre de fe. Estoy del lado de los oprimidos, y nuestra condición es de oprimidos, aunque muchos discursos sobre la integración soslayen esa condición.

Aquellos que usaron estos nuevos escenarios para volverse más opresores, más déspotas, más víctimas o más famosos, son mis enemigos; sean judíos, no judíos o ciudadanos del mundo.

Es la vida la que sostiene mi liderazgo.

Recuperar el ideal, la alegría, ver al otro como un otro de uno, considerarnos vivientes, judíos que creen y crean con palabras y con hechos, sufrir cuando haya que sufrir, y no sufrir para que a uno se
lo reconozca como parte de un pueblo en el que él no se reconoce.

Es el fundamentalismo de adentro y de afuera nuestro enemigo, sean sus portadores judíos, no judíos o ciudadanos del mundo.

Quiero despedirme de vos, con la conciencia que me sostiene, y que me acompañó en nuestra amistad desde la época en que yo circulaba por todos los lugares donde había juventud y vos preparabas antologías sobre pensadores judíos, o muchos años antes cuando en una pieza de hotel descubrimos que teníamos algo en común hablando de Kafka, o hace días en un café conversando sobre nosotros: la conciencia de que nuestro pasado no tiene futuro, pero nuestra vida sí; tenemos que elegir entre nuestro pasado y nuestra vida.

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